PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES 6 DE SEPTIEMBRE DE 2017
No reconozco a esa señora. A la del espejo,
digo. A la que me mira, desnuda, con cuatro kilos de más. A la que se le mueven
tanto las carnes que parece un flan recién servido. A la que el moreno se le
está convirtiendo en roña. A la que se tiene que decidir entre pedir hora en la
peluquería o comenzar su propio "procés" y acabar convirtiéndose en
una columnista peliblanca catalana. No reconozco a esa señora porque la imagen
mental que tengo de ella es mucho más benévola, más indulgente, que la que me
devuelve el espejo. Pero el espejo no engaña. Como el algodón.
Tampoco reconozco a la señora que sale a cenar
y acaba hablando con sus amigas de premenopausias y menopausias, de dolores de
espalda y de rodillas, de padres ancianos y de hijos adolescentes: en mi
cabeza, hace dos días que hablábamos de lo que nos depararía el futuro, y el
futuro ya está aquí. Y compruebo que yo no soy esa que yo me imaginaba. Por lo
menos, la del espejo. Así que concentro los buenos propósitos postvacacionales en
algo tan nimio (es un decir, que para mí es más fácil escalar el Aconcagua que
adelgazar) como quitarme los kilos de más. Los otros, los gordos, los clásicos
populares (aprender inglés, dejarse el tabaco, organizarse mejor, ir al
gimnasio) ya hace años que ni los intento. Porque la fatalidad de los buenos
propósitos es que siempre llegan tarde, que decía Oscar Wilde. Y es verdad: a
mí, el buen propósito de adelgazar después de verano se me acaba juntando con
el buen propósito de adelgazar después de Navidades. Pablo Carbonell (ex torero
muerto y casi ex gordo) cuenta que ha perdido peso porque Concha Velasco le dijo
que dejara de cenar, y a Concha Velasco siempre hay que hacerle caso. Pero lo
cierto es que no sé si seguir los consejos de Concha o, directamente, irme a
vivir con la Reina de Inglaterra: cuando Isabel II termina de comer, el resto
de los comensales tienen que hacer lo mismo. Aunque haya tarta de melaza de
postre y los corgis estén debajo de la mesa con la lengua fuera. Definitivamente,
mudarme a Buckingham va a ser la única forma de volver a meterme en los
vaqueros. Y de intentar ser esa que yo me imaginaba. A lo mejor, así también
aprendo inglés. Al fin.
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