miércoles, 31 de octubre de 2012

Cambio de hora


PUBLICADA EL 30 DE OCTUBRE EN LA VERDAD

No me gustan los cambios. Nada. Niente. Nothing. Me gustan menos que a los de “La Voz”, que no se han mudado de ropa hasta que a Jesús Vázquez no se le han empezado a oxidar las tachuelas de la solapa. Menos que a la Pantoja, que ha pasado de cantar sobre los escenarios a cantar delante del juez, del “¡Guapa!” al “¡Choriza!”, del “Que se busquen a otra” al “Hoy quiero confesar”. No, si no me gustan los cambios en general, cómo me va a gustar el cambio de hora: estas tardes oscuras se me antojan tristes, tristísimas, con esa sensación en la boca del estómago de que el día se ha acabado antes de lo previsto. Las tardes de otoño son tardes para poetas románticos; “La tarde pide un poco de sol, como un mendigo /
y acaso hubiera sol si estuvieras conmigo”, escribía José Ángel Buesa. Pero para mí, que soy tan romántica como Chuck Norris con dolor de muelas, las tardes oscuras se reducen a las ganas de darle una patada giratoria al reloj para que la agujas vuelvan a su sitio.

Digan lo que digan, esto de atrasar el reloj nos afecta a todos: ¿recuerdan cuando Guti llegó dos horas tarde al entrenamiento? Y le echó la culpa al cambio de hora, al reloj del móvil y al Meridiano de Greenwich, el tío. Pero a mí me da que nos la están metiendo doblada, igual que Guti se la intentó colar a Florentino. Dicen que el reloj sólo se retrasa una hora, cuando en realidad hemos retrocedido varias décadas. Demasiadas. Se está produciendo una perturbación en el continuum espacio-tiempo que ni la que montó Marty McFly. Al paso que vamos, “Qué tiempo tan feliz”, ” (esa magdalena proustiana que se come la Campos porque es la única que no le engorda) se va a convertir en un programa de actualidad. Y “Cine de barrio” en un repaso a las últimas novedades de la cartelera. Las tardes vuelven a ser de brasero, mesa camilla y café de recuelo; menos mal que ya queda menos para que salga el DVD de las declaraciones de Pantoja, que viene con extras. Y mientras la tarde cae por la ventana, pondré en bucle lo de “Yo lo veía ir mucho al juzgado pero yo no le preguntaba, porque no éramos personas de hablar de juzgados en casa”. Y me jartaré de reír.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Te lo mereces


PUBLICADO EL 23 DE OCTUBRE DE 2012 EN LA VERDAD

Cae una lluvia suave. Hace fresquico ya; rescato una rebeca del armario y me refugio en internet para echar un vistazo a los periódicos. Entre elecciones autonómicas, mafias chinas, fútbol y cupones para conseguir sartenes, me salta a los ojos una promoción en la que sortean un fin de semana en un balneario. “¿Te mereces que te mimen en un spa?”, preguntan. Tal cual. Entre interrogaciones. Acabáramos.

Mira por donde hemos pasado en un plis de las oraciones afirmativas, en las que nos aseguraban que nos merecíamos todo lo bueno de este mundo, a las interrogativas: haga usted examen de conciencia antes de decidir si tiene derecho a algo. Y lo peor es que están ganando terreno las exclamativas: “¡Te lo mereces!”, nos dirán cuando estemos perdidos, sin rumbo, en el lodo. Porque, al final, nos van a convencer de que la culpa es nuestra, y eso a pesar de que cumplimos nuestra parte del trato: nos dijeron que si éramos niños buenos, si estudiábamos una carrera y aguantábamos unos primeros años de penuria laboral, nos mereceríamos alcanzar cierta seguridad en el trabajo, comprar ropa de marca en las rebajas y llevar a los críos a Eurodisney. Pero ahora usted, que se merecía un jersey de Adolfo Domínguez al 50%, un príncipe, un dentista, no se merece ni un Gelocatil: cúrese las migrañas con un emplasto de vinagre de manzana, después lo escurre y aliña la ensalada. Estamos a un paso de que Txumari Alfaro sea Ministro de Sanidad.

No, es verdad, no nos merecemos un spa, nos merecemos un monumento. Al aguante, al temple, a las ganas de seguir. A la capacidad de cambiar los restaurantes por excursiones con bocadillos, de sustituir el viaje a Eurodisney por irse de acampada, de aguantar con la misma rebeca de Zara cuatro temporadas. A la adaptación a estos tiempos inciertos. Y del spa, no se fíe: me da a mí que le van a tener dos horas en la piscina de agua fría y, cuando salga tiritando, una alemana ex campeona de lanzamiento de martillo reconvertida en masajista le va a clavar el codo entre los omoplatos al grito de “¡Te lo merreses!”, y lo va a dejar más doblado que un chino saludando a las visitas. Ya me hago yo una exfoliación casera con arena de la playa, gracias. Y que se metan las burbujas por el desagüe, los listos.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Herencia


PUBLICADO EL 16 DE OCTUBRE DE 2012 EN LA VERDAD

Lunes por la noche. Mi hijo duerme ya. Lo miro y contemplo sus pestañas larguísimas. Consulto mi saldo en internet y confirmo mis temores: las pestañas es lo único que va a heredar de su madre. Eso y suficientes números atrasados del SEMANA como para dedicarse a hacer manualidades de papel maché los próximos cien años. Y pare usted de contar. Lo único bueno es que me ahorro problemas, que el que deja herencia, deja pendencia: si no heredas nada, malo, pero si lo heredas todo, peor. Miren al PP, que no para de quejarse de lo que les dejó Zapatero. Hartica me tienen.

Además de mis pestañas, espero que mi hijo herede la capacidad ocular de mi santo: mientras vemos “Isabel” el tío parece un camaleón, porque con un ojo ve la tele y con otro el iPad. Está buscando en la Wikipedia a Juana La Beltraneja. Y lo peor es que le digo que lo lea en voz alta, porque yo tampoco recuerdo quién es. Definitivamente, saber que tienes que saber algo que no sabes te deja la autoestima por los suelos. Y darte cuenta de que eres capaz de escribir del tirón un artículo sobre las luchas intestinas por la herencia de Paquirri y ni una línea sobre la sucesión de Enrique IV, te hunde en la miseria. Me empollo en un plis la dinastía de los Trastámara, no sea que el crío me pregunte; bastante tiene con los recortes en el colegio, que me paso el día rezando por la salud de sus profesores: si enferma el de Matemáticas les ponen al bedel de sustituto y les explica que un polígono es un hombre con muchas mujeres. Así estamos.

Antes los hijos heredaban el negocio de los padres, ahora sólo heredan deudas. Por eso, como la mejor herencia que le puedes dejar a tus hijos es la educación, yo estoy obligando al mío a comer con un par de libros debajo de los sobacos para que no despegue los brazos mientras trocea el pollo, que se lleva dos años con la infanta Leonor y nunca se sabe, que si Letizia es hija de un periodista y una enfermera, a ver por qué el futuro rey consorte no va a poder ser hijo de un economista y de una columnista, digo yo. Claro que, a lo mejor, cuando el chiquillo esté en edad de merecer, también se nos ha ido la monarquía a tomar viento.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Academia Preysler


PUBLICADO EL 9 DE OCTUBRE DE 2012 EN LA VERDAD

En mi barrio ya hay casi más academias que bares. Al lado de mi casa acaban de abrir cuatro, tres de inglés y una de apoyo escolar, pero yo me he apuntado a una de costura, a ver si así dejo de pegar los bajos con Super Glue. Mientras espero mi turno en la máquina de coser, leo: “Isabel Preysler se prejubila a favor de sus hijas”. Y releo: “Tamara y Ana cobran 20.000 euros por amadrinar una marca durante una noche”. Y yo aprendiendo a pasar pespuntes. Eso sí que es educar, Isabel. ¿No ha pensado en abrir una academia? Porque me inscribía de cabeza, que a mí me encantaría convertir mi hobby en una profesión. Además, yo con un cursillo rápido ya voy bien, que a mí a fina no me gana nadie, que yo la clase la llevo dentro, que de toda la vida he dicho “pompis”, lo que pasa es que mi entorno no me acompaña, Isabel, que cuando le digo a mi santo que se arregle para ir a una “soirée” me dice que eso qué es lo que es, y claro, me hunde, que le digo que me coja el tabaco del “shopping bag” y se va a las bolsas de Mercadona a buscarlo. Y así no se puede, oiga.

Usted sólo tendría que enseñarme algunas cosillas: a posar sin que se me vea mucho la molla del brazo, a hablar sin decir absolutamente nada y a pronunciar con acento nasal “ideaaal” y “fenomenaaal”, que yo la intento imitar a usted y parezco Arévalo contando un chiste de gangosos. Y no se preocupe, que me pongo extensiones para poder dar bien el golpe de melena. Y si me tengo que operar, me opero, que si no has pasado por quirófano te pagan menos en las fiestas. Y, si es menester, en vez de ponerme unas carillas de porcelana me pongo unas de Porcelanosa. Y le prometo no abalanzarme sobre las bandejas de canapés ni cocerme a base de champán rosado, que luego una echa la pota en la puerta del hotel Urban y se le salpican los Manolos. Catequíceme, Isabel, que la cosa está muy mal y necesito un sobresueldo, que el crío me ha salido listo y no para de pedirme que le compre libros, el muy pedazo de lector. Y, si le da pereza abrir la academia, no se preocupe: siempre puede adoptarme.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Traducción simultánea


PUBLICADO EL 2 DE OCTUBRE DE 2012 EN LA VERDAD

Mi amigo Ingmar habla 13 idiomas. Lo suyo no es poliglotismo, es bulimia. El último que está aprendiendo es el sindarin, no sea que un día se le aparezca un elfo preguntándole la hora y él no sepa contestarle. Ingmar, traductor y filólogo, ha escrito decenas de libros, entre los que destaca Godos, gautias y gotios: etnónimos nebulosos y reveladores. No, en serio, se llama así: soy incapaz de inventármelo. En un español mejor que el mío, Ingmar me dice que no es tan complicado, que cuando hablas dos o tres idiomas el resto se aprende en un plis. Y eso me lo cuenta a mí, que cuando me dirijo en inglés a alguien, el alguien me contesta “Por favorrr, si tú hablar en español despasito, yo entender mejor”, y a tomar por saco toda una vida de clases extraescolares. A mí, que respondo los emails extranjeros con una sintaxis propia de Tarzán. A mí, que pronuncio de tal forma que el Príncipe Gitano perpetrando “In the ghetto” parece un locutor de la BBC a mi lado. Mi amigo Ingmar no sabe que hablo inglés muy por encima de mis posibilidades.

Escuelas de traducción hay muchas, pero la que tiene más predicamento en España es una que consiste en gritarle al guiri hasta que se queda sordo. En nuestra familia, la tía Fina era la traductora oficial; según ella, el alemán es facilísimo, es como el español pero chillao. Las traducciones libres de la tía Fina las padeció su cuñado: tras sus últimas vacaciones en Ferrol, el pobre Henry regresó a Bremerhaven con seis kilos de empanada, una lesión irrecuperable en el tímpano y la certeza de que los españoles éramos capaces de romper la barrera del sonido al hablar. La tía Fina sigue convencida de que sabe alemán.

Lo cierto es que nunca me preocupó demasiado no saber idiomas: si en España uno puede llegar a presidente del Gobierno sin pasar del “Nice to meet you”, yo, que sé contar hasta cien, no tengo techo. Pero ahora la clase política no es que no hable inglés o alemán, es que tampoco habla español. El sistema de traducción de la tía Fina no nos vale: por mucho que gritemos, ellos aplican el “no me chilles, que no te veo”. Y, cuando se deciden a dar explicaciones, no las entiendo. Sólo si traduzco “austeridad” por “miseria”, empiezo a pillar el hilo. Y así vamos, from lost to the river.