Ando loca perdida. Como vaca sin cencerro, como pollo sin cabeza y
como Terelu sin lentejuelas. Por las Navidades, digo. Por la cena de
Nochebuena, especifico, que este año toca en mi casa. Que voy de cola en cola o,
mejor dicho, de fila en fila, no vayan ustedes a pensar mal, comprando provisiones
como si vinieran a cenar Atila, los hunos y los otros. Total, para que luego
haya restos de asado dando vueltas por el frigorífico hasta julio.
Este estrés prenavideño lo llevaban nuestras madres y, ahora, lo
llevamos nosotras. Acabáramos. Mucha liberación de la mujer, mucho luchar
contra el heteropatriarcado y mucho protestar en Twitter, pero lo cierto es
que, hasta que no nos ha tocado llevar las riendas de las comilonas de Navidad
y nos hemos dado cuenta del esfuerzo que supone, todos hemos hecho lo mismo: llegar
a la cena de Nochebuena y sentarnos a la mesa como si nos pegaran el culo a la
silla con Loctite. Y las madres venga a echar viajes a la cocina, y a
levantarse a calentar la salsa del asado, y a ponerle la sopa a los críos, y a
fregar platos porque ya no queda vajilla para los segundos, y a prepararle una
menestra de verduras a la novia del pequeño, que nos ha salido vegetariana y no
prueba el cordero, la muy moderna. Y nosotros, desagradecidos, quejándonos de
que estamos hartos de comer mientras nos desabrochamos el botón del pantalón y
nos echamos otro trozo de carne a la boca.
Esa idea loca de que las madres, las tías y las abuelas de España se
lo pasan pipa cocinando para toda la familia es exactamente eso, una idea loca.
Que una cosa es que les haga felices juntarnos a todos, y compartir, y
disfrutar, y prepararnos los platos que nos gustan, y otra muy distinta es que las
convirtamos en unas criadas que no llegan ni a probar los langostinos porque,
cuando al fin se van a sentar, ya nos los hemos zampado todos. Así que mañana,
mientras los catalanes reflexionan sobre a quién van a votar, yo voy a reflexionar
acerca de si me lío el delantal a la cintura y me pongo a preparar un solomillo
Wellington, o tiro de latas buenas, de fiambres ibéricos y de comida precocinada.
Y, como se me pongan tontos, llamo a Tele Pizza y me quedo tan ancha.