miércoles, 20 de diciembre de 2017

CRIADAS Y SEÑORAS

PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES, 19 DE DICIEMBRE DE 2017

Ando loca perdida. Como vaca sin cencerro, como pollo sin cabeza y como Terelu sin lentejuelas. Por las Navidades, digo. Por la cena de Nochebuena, especifico, que este año toca en mi casa. Que voy de cola en cola o, mejor dicho, de fila en fila, no vayan ustedes a pensar mal, comprando provisiones como si vinieran a cenar Atila, los hunos y los otros. Total, para que luego haya restos de asado dando vueltas por el frigorífico hasta julio.

Este estrés prenavideño lo llevaban nuestras madres y, ahora, lo llevamos nosotras. Acabáramos. Mucha liberación de la mujer, mucho luchar contra el heteropatriarcado y mucho protestar en Twitter, pero lo cierto es que, hasta que no nos ha tocado llevar las riendas de las comilonas de Navidad y nos hemos dado cuenta del esfuerzo que supone, todos hemos hecho lo mismo: llegar a la cena de Nochebuena y sentarnos a la mesa como si nos pegaran el culo a la silla con Loctite. Y las madres venga a echar viajes a la cocina, y a levantarse a calentar la salsa del asado, y a ponerle la sopa a los críos, y a fregar platos porque ya no queda vajilla para los segundos, y a prepararle una menestra de verduras a la novia del pequeño, que nos ha salido vegetariana y no prueba el cordero, la muy moderna. Y nosotros, desagradecidos, quejándonos de que estamos hartos de comer mientras nos desabrochamos el botón del pantalón y nos echamos otro trozo de carne a la boca.

Esa idea loca de que las madres, las tías y las abuelas de España se lo pasan pipa cocinando para toda la familia es exactamente eso, una idea loca. Que una cosa es que les haga felices juntarnos a todos, y compartir, y disfrutar, y prepararnos los platos que nos gustan, y otra muy distinta es que las convirtamos en unas criadas que no llegan ni a probar los langostinos porque, cuando al fin se van a sentar, ya nos los hemos zampado todos. Así que mañana, mientras los catalanes reflexionan sobre a quién van a votar, yo voy a reflexionar acerca de si me lío el delantal a la cintura y me pongo a preparar un solomillo Wellington, o tiro de latas buenas, de fiambres ibéricos y de comida precocinada. Y, como se me pongan tontos, llamo a Tele Pizza y me quedo tan ancha.  


miércoles, 13 de diciembre de 2017

UN LUGAR EN EL MUNDO

PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES 12 DE DICIEMBRE DE 2017

Mi heredero está hecho un lío. El pobre, que ha empezado a sacar la cabeza al mundo exterior y se está quedando picueto. Que si nos estamos cargando el planeta, que si la injusticia social, que si yo me haría vegano pero es que me gusta mucho el jamón, que si las chicas, que si el heteropatriarcado nos oprime a todos y que si esto no hay quien se lo estudie, que vaya un coñazo, mamá. En fin, lo que viene siendo un adolescente de manual, sólo que en el siglo XXI y con un móvil en la mano.

El heredero tiene un pulgar híper desarrollado de tanto wasapear, una mochila llena de bolis sin capucha, una cabeza en ebullición constante y un corazón lleno de emociones que no sabe cómo gestionar: lo mismo te da un beso que te pega un estufido. Y como a nosotros, a su padre y a mí, no nos han enseñado a manejar materiales altamente inflamables (y tan altamente, que le dices cualquier cosa y se enciende, el tío), nos quedamos los dos mirándolo, unas veces con un cabreo monumental en el que le amenazo con sentir toda la opresión del heteromatriarcado en forma de guantazo, y otras con un orgullo que me revienta las costuras (aunque no sé si es por eso o por los tres kilos que no consigo quitarme de encima desde el verano). Él, inquieto, busca su lugar en el mundo, y empieza a darse cuenta de que no es fácil encontrarlo. Que hay codazos y zancadillas, decepciones y fracasos. Que el orgullo, el propio y el ajeno, se hiere con facilidad. Que no siempre se consigue lo que se quiere, y que los problemas de matemáticas, que ahora le parecen difíciles, no son los más grandes que va a tener en la vida. Y que por mucho que él me pregunte, y me cuestione (y se cuestione), y se rebele, y me vuelva a preguntar, yo sigo sin tener todas las respuestas porque, a mis cuarenta y ocho años, todavía no sé muy bien de qué va esto de la vida. Así que, cuando no sé qué contestarle, le doy un beso mientras me río de su bigote, y lo abrazo, y le digo que todo va a salir bien. Y él hace como que me cree. Y coge el móvil y se pone wasapear con los colegas, que tampoco tienen las respuestas, pero molan más.