jueves, 31 de julio de 2014

Operación cenicienta


PUBLICADO EN LA VERDAD EL 30 DE JULIO DE 2014

La primera señal de que comienza el buen tiempo es que me quito los calcetines y me pongo las sandalias. Pobres pies, liberados al fin tras padecer ese largo invierno de su descontento: mis dedos monocotiledóneos, habichuelas pequeñas y blancas que no llegan al final del zapato, aparecen tímidamente buscando el sol. También lo buscan los pies de dedos largos, extraños, deformes; aliens que se salen por las tiras de las chanclas y a los que sólo la Teniente Ripley es capaz de hacerles la pedicura. Que nadie tiene los pies perfectos, oigan. Ni para exhibirlos (sacarlos al espacio exterior sin pasar por el podólogo es como hacerte una portada del “Interviú” sin depilar), ni para colocarles unos stilettos de quince centímetros. Juanetes, durezas, callos y ojos pollo: una serie de catastróficas desdichas. Es más fácil que Falete pase por el ojo de una aguja que mis pies entren en el Reino de los Tacones.

Menos mal que para todo hay solución: “Operación Cenicienta”, se llama. No, Peñafiel, con ese nombre no piense usted en un contubernio orquestado para que Letizia se convierta en reina, que se trata una intervención quirúrgica destinada a acortar o alargar los dedos de los pies (amputación del dedo meñique incluida), y así poder lucir los tacones con comodidad. Alucina, vecina, que con tanto coser y cantar nos están convirtiendo en la novia de Frankenstein. Y ahí si que hay contubernio, y de los gordos: diseñadores sádicos y cirujanos plásticos han ideado un complot maquiavélico para dominar el mundo, que primero nos torturan con los tacones y después nos operan para poder seguir torturándonos. Es el ciclo de la vida, Simba. Y yo voy a entrar de lleno en él: la última vez que fui a una boda estuve a punto de hacerme una operación, pero no a lo Cenicienta, sino a lo Leatherface, que ganas me dieron de coger la motosierra del sicópata de “La matanza de Texas” y hacerme una pedicura radical. Porque, si como dicen, hay que ponerse en los zapatos del otro para saber lo que se siente, que se calce Monsieur Louboutin uno de sus taconazos. Me juego el ojo pollo a que, a partir de ese momento, se dedica a diseñar comederos para pájaros.

NOTA: La foto es cortesía de la gran , documentalista de pro.




lunes, 28 de julio de 2014

Arturo Pérez Reverte


Masculino singular

A mi amiga T. le pone Pérez-Reverte: “¡Ay, nena, el Arturito”, me dice con la cara traspuesta cuando sale su nombre a relucir. Le gusta su porte, su cabecica de cerilla, su camisa de cuello abotonado, su mirada de haber visto cosas que nadie debería de haber visto. También le gustan sus libros, que ella es groupie lectora. “Es que Pérez-Reverte es un tío”, remata. Un tío. Masculino singular.

No me extraña que a T. le ponga Pérez-Reverte. De hecho, Pérez-Reverte pone a mucha gente: a unos los pone brutos y, a otros, de los nervios. Lo admiran por lo mismo que lo critican: Reverte es galante, franco, liberal, valiente y gallardo / Reverte es machista, malhablado, facha, bravucón y chulo. La delgada línea roja entre los calificativos y los descalificativos; la que él mismo ha cruzado tantas veces.

Reverte, siendo un pipiolo, se inició como tribulete en la delegación de La Verdad en Cartagena. Allí, José Monerri, maestro de periodistas y más listo que los ratones coloraos, le dio la lección de su vida cuando lo mandó con dieciséis años a hacerle una entrevista al alcalde. Al confesar Arturito que le pesaba la responsabilidad y que le daba miedo cagarla, Monerri lo miró y le dijo “¿Miedo?... Mira, zagal. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti”. Y Arturito se convirtió en Arturo, y se fue al diario “Pueblo”, donde terminó de aprender a escribir, a beber y a vivir con un drink team de reporteros que hacían que Walter Burns pareciera una hermana de la caridad, unos hijos de puta “capaces de matar a su madre o prostituir a su hermana por una exclusiva, sin que les temblara el pulso”, según escribía el mismo Reverte, “y que a pesar de eso –o tal vez por eso– eran los mejores periodistas del mundo”.

Tras el cierre de “Pueblo”, Pérez-Reverte comenzó a trabajar en Televisión Española, donde T. y yo lo veíamos con su chaleco con bolsillos, sus gaficas redondas y su hoyuelo en la barbilla emitiendo crónicas desde Líbano, Eritrea, Malvinas, El Salvador, Nicaragua, Croacia o Bosnia; desde cualquier lugar donde la vida vale menos aún de lo que te pagan por la crónica. Mirábamos a Reverte y nos acordábamos de Sam Waterston, Mel Gibson o Nick Nolte, actores guapurris que, interpretando a reporteros aguerridos, habían contribuido a envolver la figura del corresponsal de guerra en un aura romántica y peligrosa. También es cierto que si ese papel lo hubiera interpretado Chiquito de la Calzada en “El asedio de Chiquitistán”, el romanticismo se nos habría ido por el desagüe. Pero como no fue así, nos pasamos la adolescencia soñando con periodistas intrépidos y cronistas aventureros.


Mientras era testigo de la barbarie, Reverte ya llevaba novelas en la cabeza. Así que se quitó el chaleco con bolsillos, se deshizo de las gafas, cubrió su hoyuelo con una espesa barba y el escritor Pérez-Reverte sepultó al reportero Arturo bajo cientos de libros, convirtiéndose en un bibliófilo impenitente que escribe rodeado de primeras ediciones, maquetas de barcos y reproducciones de armas; retrato de escritor con perro a sus pies y chimenea al fondo. Y de sus dedos salieron un húsar, un maestro de esgrima, un pintor de batallas, una reina del sur, un francotirador paciente y un capitán, Diego Alatriste. También es verdad que a éste, desde la película, le pongo la cara de Viggo Mortensen pero la voz de Constantino Romero, porque si alguna ocasión hubo para defender el doblaje en el cine español, fue aquella.

Cuando echa de menos la aventura, Reverte se pone otro chaleco (el salvavidas) y se hace a la mar, esperando alcanzar una isla poblada por bellas indígenas con coronas de flores en la cabeza, aunque si navega por aquí lo más probable es que naufrague en la Isla del Barón y le embista un muflón. Pero, aun estando a más de trescientas millas náuticas de la costa, al escritor le sigue gustando el conflicto. Y si no lo encuentra, lo busca: desde su cuenta de Twitter, el territorio comanche del siglo XXI, pega unos balazos que pa qué; en sus columnas en el “XL Semanal” suelta unos exabruptos que ponen de los nervios a su madre, y lo mismo hace en los encuentros digitales con los lectores: suspendió antes de tiempo uno con los lectores de “El Mundo” por considerar poco inteligente la selección de preguntas. Más chulo que un ocho. Borderío cartagenero.

Y, entre tiro y tiro, aún tiene tiempo de poner al personal y a la personala como una motoreta, diciendo que a él le gustan las mujeres de antes (femenino plural), y no esas pelagatas con tatuajes y piercings en el ombligo. Pues que no me encuentre por la calle Mayor que, si me ve, se enamora: esperando el autobús se me sentó al lado un abuelico que, tras contarme que el tenía una finca muy hermosa y que sus hijos estaban muy bien colocaos, me preguntó si tenía muchas casas para limpiar ese día. En román paladino: lo que para mí era un work style divino, para él era lo que se pone una chacha para ir a fregar. Desde entonces, voy a currar hecha un pincel.

Así que, si me topo con él, intentaré mover mis caderas como una real hembra para que no me llame “desecho de tienta”. Aunque me intimide, que a mi me amilana cualquiera con un guión entre los apellidos. Pero más me intimida un tipo que tiene el alma desvirgada por mil batallas, que es académico y que, encima, vende más libros que Jorge Javier Vázquez, Belén Esteban y Rosa Benito juntos, que últimamente el “Sálvame” parece “Apostrophes”. Tanto me impone que estoy escribiendo este perfil acojonada por si lo lee y me manda a sus padrinos para retarme a un duelo al amanecer. Y yo soy de levantarme tarde. Y más, en verano. 

jueves, 24 de julio de 2014

Arquitectura efímera


PUBLICADO EL MIÉRCOLES 23 DE JULIO DE 2014 EN LA VERDAD

Yo he salido chiringuitera. Qué quieren: servidora no tiene ese afán de sacrificio que tenían nuestra madres, que se pasaban todo el domingo metidas en la cocina, sudando la gota gorda y haciendo arroz con marisco para doce mientras los demás nos bañábamos y llegábamos a mesa puesta. Pero ahora, colgar el delantal en verano y largarte al chiringuito tiene tanto predicamento que hasta ha sido objeto de glosa por parte del gran chansonnier Georgie Dann: “Las chicas en verano / No guisan ni cocinan / Se ponen como locas / Si prueban mi sardina”. Las metáforas del francés, prodigio de finesse y sutileza, poesía escrita por Jacques Brel travestido en Carmen de Mairena, muestran una realidad poliédrica y pluridimensional. O lo que es lo mismo: yo, los fines de semana, no frío ni un huevo porque no me sale del bikini.

Claro que ser chiringuitera es casi peor que ser binguera, porque en la mayoría de los sitios te clavan como a un michirón. Por eso, de cuando en cuando nos vamos a la playa con los bocadillos y las sombrillas. Pero lo nuestro no llega ni a chabolo al lado de los especialistas en arquitectura efímera; domingueros que montan unos espacios interdisciplinares y multifuncionales tales que podrían participar en el Manifesta.

Los arquitectos efímeros llegan tempranico para coger el mejor sitio. Los hombres de la casa clavan los pilares en la arena como si fueran a levantar una catedral gótica, y cubren la estructura con una sábana vieja atada por las puntas: más quisiera Calatrava construir tan bien y tan barato. Las mujeres disponen la mesa con la tortilla, los filetes empanaos y la magra con tomate. El melón en el agua, como una película de Polanski. Y echan el día con sus cartas, su parchís y sus pipas. Al caer la tarde, las viejas se quitan el bañador haciendo un biombo con toallas. “Mama, que se te van a ver las mamellas”, dice el abuelo. Pero las viejas hace mucho que perdieron la vergüenza. Se cambian, recogen, cargan los coches y desaparecen hasta el domingo siguiente. Arquitectura efímera para tiempos extraños o Do It Yourself, Manolo. Y que les den a los alquileres de las casas de playa. Chúpate esa, Marina D’Or.



Arquitectos efímeros en el Mar Menor


lunes, 21 de julio de 2014

Charo Baeza


Mi prima la de Murcia

Soy prima de Charo Baeza. O, al menos, eso me decía mi padre: “La Charo era prima de mi primo el Trompo, el que se cayó en la acequia, así que tú eres prima de la Charo”. Y yo miraba a Charo y me miraba a mí, y veía sus curvas y veía las mías, y no encontraba ningún parecido. En nuestro caso, las leyes de Mendel se las había cargado un cirujano plástico.

Descubrí a Charo Baeza en “Vacaciones en el mar”, donde aparecía interpretando a una cantante llamada April López. Charo fue la artista invitada que más veces intervino en aquella serie, cuyo reparto era el sueño alucinógeno de cualquier director de casting: rescataban a grandísimas estrellas de “Prados Soleados”, como Gene Kelly, Joseph Cotten, Olivia de Havilland o Joan Fontaine (estas últimas saldrían en episodios diferentes, ya que la relación entre las hermanas era tan mala que, si hubieran aparecido en el mismo capítulo, una habría tirado a la otra por la borda), y las mezclaban con estrellitas que empezaban a brillar (en esta serie apareció Tom Hanks por vez primera), con celebridades del mundo de la moda (Halston o Gloria Vanderbilt) y hasta con los Harlem Globetrotters. Y todas las “guest stars” aparecían en orden alfabético, para evitar que pasara lo que ocurrió cuando Lola Flores, Carmen Sevilla y Paquita Rico rodaron “El balcón de la luna”: tuvieron que poner en la cartelera los nombres en aspa rotativa para que no se tiraran del moño por ver quién aparecía la primera.

Pero ¿cómo se pasa de los limoneros murcianos a las palmeras de Los Ángeles? Charo, nacida en Molina de Segura, recibió clases particulares de guitarra del mismísimo Andrés Segovia, y comenzó como cantante existencialista, versionando a las intérpretes francesas de vestido negro, mirada desencantada y Gauloises en la boca. La transición al vestido de lentejuelas, la mirada pícara y los Marlboros fue obra y gracias de Xavier Cugat, un músico de bigotillo fino que la hizo pasar del existencialismo al gataperrismo: Cugat descubrió a Charo y la creó a imagen y semejanza de uno de sus chihuahuas, aunque con su nariz chata, su pequeña estatura y su toto sobre la melena cardada, Charo acabó pareciéndose más a una perrita pekinesa. Charo tenía quince años cuando se casó con Cugat. Quince o veinticinco, porque según ella nació en 1951, aunque su partida de nacimiento establecía que había nacido diez años antes. En cualquier caso, hay que tener una ambición que no te cabe en una ciento veinte de pecho para casarse con un hombre como Cugat, pero Charo sabía que el músico era el pasaporte para triunfar.

Y triunfó: Charo (sin apellido, como es conocida en Estados Unidos), hizo una carrera meteórica. Tuvo su propio grito de guerra, “Cuchi, cuchi”, y llegó a registrarlo como marca, que una será rubia, pero no tonta. Actuaba en las salas de fiesta y en los casinos de Las Vegas, aparecía en todos los shows televisivos de máxima audiencia y aprovechaba sus conciertos de guitarra para enseñar cacha, algo tan raro como si Paco de Lucía tocara “Entre dos aguas” enseñando las canillas.

Entre cuchi y cuchi, Charo se divorció de Cugat, se casó con su representante, tuvo un hijo, se mudó a Hawaii para criar al niño fuera del show business y regresó a Los Ángeles para volver a triunfar. Y su éxito fue tal que, incluso, salió en “Los Simpson”, un honor mayor que obtener un Nobel, que lo tiene hasta Kissinger (por cierto, el reconocido pacifista estuvo en la inauguración de la casa de Charo).

Charo también es una artista comprometida, que una será rubia, pero solidaria: colaboradora de PETA desde hace años, rodó el video “España Cañí: Dance, Don’t Bullfight” (tal cual), que narra (también tal cual) la historia de un torito llamado Manolo que vive aterrorizado pensando que, cuando crezca, va a morir como su papá a manos de un torero. Tras el rodaje, el torito fue puesto a la venta y Charo se enteró de que un hotel de Las Vegas estaba interesado en su carne, así que lo compró y se convirtió en su mamá adoptiva (y luego nos extraña que George Clooney tenga un cerdo como mascota). Eso sí, vegetariana no es: según ella, sigue comiendo morcillas y longanizas. Aunque sospecho que, con esa cinturita de avispa, las masticará y luego las escupirá, que es lo que hacen los angelinos con los filetes.

Ahora, Charo es reivindicada y reverenciada por los modernos, como Alaska y Mario, que intentaron que fuera al remake de su boda en Las Vegas sin conseguirlo. Pero en esto, como en tantas otras cosas, Almodóvar fue el pionero: en “Con las manos en la masa” le contaba a Elena Santonja que iba a hacer una película bélica ambientada en el Vietnam, protagonizada por “enfermeras feministas francamente lésbicas” que se ponen de los nervios porque mandan al frente a Raquel Welch y a Charo Baeza para entretener a los soldados. Las enfermeras feministas les roban el maquillaje y las plataformas a las “tapón-sexy”, que dice Almodóvar, y las dos estrellas enanas tienen que actuar en zapatillas y a pelo.

Y es cierto: Charo es una tapón-sexy que crece a base de tacones, cardados y mucha gracia. Y también es kitsch, y excesiva, y ostentosa. Es una choni de lujo. Es naif. Es el sueño de un travesti o de una cantante de orquesta del Club Náutico de Islas Menores. Y también lo fue de Ana Obregón, que intentó seguir sus pasos pero tropezó en el camino: récord de apariciones en “Vacaciones en el Mar” frente a una en “El Equipo A”. Gana Charo por goleada, que para eso tiene más calle que la Obregón. A ver si consigo que venga a una reunión familiar para que nos cuente sus andanzas, y la invito a michirones y a beber en porrón, que dice que le gusta mucho. Y, si quiere, que se traiga al torito Manolo, que tengo jardín.