Raffaella o la fiesta eterna
En el verano del 78 triunfa la Carrà en las pistas de baile,
Isabel Preysler y Julio Iglesias se divorcian y España se estrella en el
mundial de Argentina
Verano
del 78. Me aburro. Las vacaciones son insoportables cuando veraneas en un sitio
en el que no hay nada que hacer. Tengo ocho años y ni una amiga en la playa, estoy
hasta las narices de construir castillos de arena con mi hermano y odio la hora
de la siesta: las persianas se echan a media asta, los mayores dormitan, no me
dejan salir a la calle, no puedo hacer ruido. Me aburro otra vez. Hago todo lo
que se puede hacer guardando silencio: leo, dibujo, escribo. Me aburro de nuevo.
No puedo cazar Pokemons, ni wasapear con las compañeras del cole, ni ver videos
en YouTube. Todo eso, aún, no existe ni siquiera en la imaginación de Asimov.
Paso
toda la semana esperando a que venga mi familia a visitarnos: entonces comemos
paella, nos vamos a la playa, nos duchamos y, al caer la tarde, nos vamos mi
abuela, mi prima Mamen y yo al Polideportivo de Islas Menores; mi abuela con su
vestido de alivio de luto, nosotras con nuestros vestidos de tirantes, el pelo
aún mojado, el sol en la cara, dispuestas a imitar a los concursantes de “La
juventud baila”. O a intentarlo: me pongo a bailar un rock and roll y me meto
una piña descomunal haciendo una figurita. Definitivamente, el Señor no me ha llamado
por el camino del baile por parejas. Me tiro sola a descuajeringarme por la Carrà.
La
italiana está triunfando ese verano con “Hay que venir al sur”, ante la cara de
pasmo de mi madre cuando escucha lo de “Para hacer bien el amor hay que venir
al sur / lo importante es que lo hagas con quien quieras tú”. Toma apología del
amor libre y del frungimiento. Me río yo de la canción protesta: la Carrà ha
hecho más por la liberación de la mujer que muchas cantautoras, lo que ocurre
es que proclamar el feminismo embutida en un mono rojo sólo apto para tipazas
está peor visto que hacerlo vestida con un poncho tejido a mano por los indios tabajaras.
Pero a la Carrà le daba igual: la chica morena que triunfó en cuanto sacó a la
superficie a la rubia que llevaba dentro, nos arrebató con sus piernas
larguísimas, su sonrisa Profidén y su movimiento atómico de cabeza. Y lo petó,
y lo siguió petando: el secreto de Raffaella es que cae bien a los niños, a
los abuelos, a los gays, a los heterosexuales, a los viceversa y, sobre todo, a
las mujeres: es la amiga que te alegra la noche y que convierte en fantástica,
fantástica, esta fiesta. Raffaella es capaz de levantar hasta un encuentro de
madres abadesas en Tordesillas.
Pero aquel año de 1978 estuvo
lleno de temazos, rafaeladas aparte: sonaban Boney M y sus “Rivers of Babylon”,
con Bobby Farrell, aquel tipo que se desvencijaba como si le hubiera picado una
tarántula en lo más profundo de su negritud, más tranquilito de lo habitual; Tequila
tocaba su rock and roll en la plaza del pueblo en “Aplauso” (el programa acababa
de empezar de la mano de los José Luises, Uribarri y Fradejas), y Camilo Sesto
se desgañitaba cantando “Vivir así es morir de amor”. Sí: el temazo que masacramos
como fin de fiesta en Nochevieja con las corbatas en la cabeza y los tacones en
las manos, tiene treinta y ocho años. Y tan fresco.
EL VERANO DE LOS TRES PAPAS
Aquella mezcla loca de pop
eurodance, baladas bizarras, canciones en itañolo y rock hispano-argentino constituyó
la banda sonora de 1978, un verano donde Paloma Gómez Borrero trabajó más que
en toda su vida, que se sucedieron tres papas, tres: Pablo VI, Juan Pablo I y
Juan Pablo II. Sólo Jaime Peñafiel curró más que la Borrero ese año: Isabel
Preysler y Julio Iglesias se divorciaron, y Carolina de Mónaco se casó con
Philippe Junot. Si para los católicos lo de los papas fue un terremoto, para
los holísticos no les cuento lo que supuso la ruptura entre el cantante y la
filipina y la boda entre la princesa más guapa del mundo y el playboy que le doblaba
la edad.
Los cartageneros, ajenos a
estos movimientos sistólicos del corazón que se avecinaban, ya habían salido a
la calle pidiendo la provincialidad: el 17 de abril, 10.000 personas se
concentraron en la plaza del Ayuntamiento con banderas de España y de Cartagena.
Hasta los comercios cerraron antes aquel día para que sus trabajadores acudieran
a la manifestación. No sé si también los cerraron en junio para que sus
dependientes pudieran ver los partidos del Mundial de Argentina. España no superó
la primera fase, y el fallo de Cardeñosa pasó a los anales de los grandísimos
desastres de nuestra historia junto con la derrota de la Armada Invencible y la
pérdida de Filipinas. Aquel mundial lo ganaron los anfitriones, claro, que a
Videla se las pusieron como a Fernando VII, entre otras cosas porque Cruyff no
jugó: en su momento se dijo que fue para evitar respaldar con su imagen la
dictadura, aunque veinte años después nos enteraríamos de que el holandés no
acudió porque había sufrido un intento de secuestro: asustadísimo, el
futbolista “antepuso
la seguridad de su familia al fútbol, pasó varios meses con la policía
durmiendo en casa y sus hijos yendo escoltados al colegio”, escribe Manuel Jabois. “A una
Copa del Mundo, si no vas al 200%, no puedes ir”, dijo Cruyff. Y no fue, y
Holanda perdió la final ante Argentina. Y mientras allí el general erigía estadios como churros, en Murcia
seguía sin construirse la grada de preferente de La Condomina. Hasta octubre
tuvieron que esperar muchos pimentoneros para ir a ver al equipo de sus amores.
ADIÓS, ALBACETE, ADIÓS
Pero tras un verano y un
otoño calentitos, aún nos quedaba la traca final: en diciembre se aprobó la
Constitución Española. La teníamos por escrito, la podíamos leer y hasta subrayar;
la columna vertebral de un país concentrada en un librito pequeño de color
crema que estaba en todas las casas. La votamos ilusionados y la recibimos
felices, aunque aquello nos costara despedirnos de nuestros vecinos albaceteños:
la Constitución dividió España en comunidades autónomas, y pasamos a ser una
comunidad uniprovincial; los de Albacete se fueron a Castilla-La Mancha, al
centro, mientras que nosotros nos quedamos en el sur. Ellos ya sólo vienen
cuando quieren hacer bien el amor, o cuando les apetece bañarse en nuestras
playas, en las playas más aburridas del hemisferio norte. Al menos para una
niña de ocho años a la que no dejaban hacer nada a la hora de la siesta. Ahora
daría lo que fuera por aburrirme como antes.
4 comentarios:
¡Plasplasplasplasplás!
Gracias. El mérito es de lo fácil que resulta jugar con la nostalgia ;)
Dios Mio!! Que recuerdo el de la siesta...se me antojaba larguísiiiiima. ..nunca me apetecía echar esa cabezada a los 8 años y ahora sin embargo me duermo por las esquinas...
Me has hecho pensar en Pedro. Si mujer. Pedro Pedro Pedro Peeeee, el mejor de toda Santa Feeeeee.
#QuieroEstarConPedroYConLaCarraDeFiestaYNoAguantándomeLosBostezosMadrugoneros
Esas siestas diabólicas inventadas por los padres de los planes de estudio para que recibiésemos septiembre con loas y albricias (el lenguaje también es melancólico en continente y contenido).
Publicar un comentario