La vedette que sabía
demasiado
En la época en
que los Alcántara aún eran un matrimonio feliz, mis padres fueron a ver una
revista. Un travesti, ataviado con un vestido de lamé que le dejaba el culo
fuera, bajó a cantar entre el público y se sentó en las rodillas de mi padre. Y
mi madre, que no fumaba pero que se ponía en plan sicalíptico cuando salía, le
apagó un “More” en el culo al artista. “¡Ay, señora, que me quema mi
instrumento de trabajo!”, le dijo. El travesti imitaba a Bárbara Rey. Y en este
país, cuando te imitan los travestis, es que eres la bomba.
Bárbara Rey lo
es: con su tipazo y su voz grave, es carne de travesti, de espectáculo, de
escenario. Y María García García, o Marita, como la llamaban en casa, lo sabía,
y no quería que su cuerpo huertano se marchitara junto a los limoneros, así que
la totanera empezó a presentarse a miss, a maja y a lo que se terciara y, con
una asombrosa capacidad de anticipar el futuro, cambió su nombre por el de
Bárbara Rey.
Bárbara comienza
a pasear su palmito en el cine en 1969, pero no salta a la fama hasta que, en 1975,
Lazarov la llama para el Especial Nochevieja. Al año siguiente presenta
“Palmarés” ante la estupefacción de las locutoras de continuidad de Televisión
Española, que se ponen hechas una hidra por lo que ellas consideran “intrusismo
profesional”. Intrusa o no, con enchufe o sin él, Bárbara sacaba su mejor cara
de gataperra en la cabecera y su tipamen en el programa, y los machos ibéricos,
pre y post constitucionalistas (la bragueta no entiende de política), se ponían
como una motoreta, mientras que las niñas nos quedábamos locas viendo bailar al
negro del Ballet Zoom, que parecía que tenía azogue.
La popularidad
de Bárbara crece rápidamente, convirtiéndose en musa de la televisión, del
destape y hasta de la UCD: cuenta Pedro J. que la noche en que Suárez ganó las
elecciones, la unida, centrada y democrática Bárbara estaba en la fiesta de
celebración con un escotadísimo vestido negro sin mangas y los brazos llenos de
pegatinas de propaganda. Y en las elecciones de 1979, acompañó a Joaquín
Garrigues a hacer campaña por tierras murcianas. Ya lo dejó caer Umbral: “Bárbara Rey es a los Garrigues lo que Marilyn a los Kennedy: el sex-symbol de una democracia guapa”.
Y todos querían acostarse con una sex-symbol, claro, y desde que en 1977 protagonizara junto a Rocío Dúrcal “Me siento extraña”,
todas también. En la película, Marita y Marieta vivían su historia de amor
mientras Laly Soldevilla pasaba la aspiradora. Sí, es para sentirse extraña, aunque
más extraña se sentiría en aquella noche de
amor con Chelo García-Cortés, la que confesó en un “De Luxe” como si estuvieran
arrancándole las uñas en Guantánamo, consiguiendo uno de los momentos más enormes
de esta nuestra televisión. Heteroflexible que es una.
Como podía elegir, y ella es muy de
dale a tu cuerpo alegría, totanera, roneó
con Alain Delon, con Rexach
y hasta con Paquirri. Por eso nos
quedamos de piedra pómez cuando dijo que se casaba con Ángel Cristo, un domador
bajito que olía a tigre. Bárbara, con más de cuarenta películas y una veintena
de espectáculos musicales en el cuerpo, lo dejó todo para contraer matrimonio vestida de blanco satén, bajo la carpa de un circo con un
altar en la pista y un gran Cristo crucificado colgado del trapecio: eso no lo supera
ni una performance de Marina Abramovic ni la boda de Lauren Postigo y Yolanda
Mora por el rito zulú en la Casa de Campo. Y, tras el convite, comenzó el
romance mas largo que ha tenido Bárbara en su vida: no con Ángel Cristo, que no
duró mucho, sino con el juego, que fue terminar la boda y largarse al Casino de
Monte Picayo.

Bárbara, convertida en binguera, domadora
de elefantes, esposa y madre de Mi Ángel y Mi Sofi, iba de giro con el circo
mientras intentaba convencernos de que era feliz y de que pagáramos a Hacienda:
“No se puede ser feliz engañando. Por eso Ángel y yo siempre decimos la verdad.
También a Hacienda”, decía en un spot. Pero Bárbara nos mintió, porque de
felicidad, nada: tras nueve años de desgraciado matrimonio, llegaron los
escándalos, las acusaciones, los disparates. Todo muy sórdido, muy triste y muy
bárbaro.
Después de divorciarse, Bárbara volvió al teatro
y a la televisión, participando en realities como “Esta cocina es un infierno”,
concurso del que Sergi Arola salió tarifando porque en ese programa, decía, "nadie
quiere ser cocinero" (si de verdad Arola pensaba que Leticia Sabater o
Bienvenida Pérez querían ganarse la vida pelando patatas, es que a Arola le
hacía falta un hervor). Y en las épocas de bajona
laboral, la Rey se hacía un “Interviú” (volvió a posar a los cincuenta y cinco
tacos agotando la tirada) o sacaba a pasear sus romances “cougar” con
Frank Francés o Antonio Tejado, con quien se enrolló en un Rocío a la sombra de
los pinos, que ella iba de peregrina y le cogió de la mano y de todo lo demás, y
a María del Monte se le cayó el lazo de la coleta del susto. Pero si no había
ni fotos ni polvo del camino, se ponía en plan Estela Reynolds y hablaba de una mano negra que le impedía triunfar, de
extraños robos en su casa, de conspiraciones, chantajes y amenazas; todo por una
relación secretísima que había tenido con un alto mandatario del estado.
Bárbara era la vedette que sabía demasiado.
Tanto sabía (sobre todo del
negocio del espectáculo) que, para no perder comba, Rey abdicó televisivamente
en su hija Sofía, y se reinventó en señora mayor con gatos, en dama del teatro
que sale de bolos de vez en cuando y que cocina para sus hijos cordero a la
Salvadora (como se llamaba su madre). Pero una tipa deslenguada y verborreica, capaz
de decir en una entrevista que a Corinna se le ha caído el pelo en la
menopausia y a ella no, o que imita a María José Cantudo mejor que Josema de
“Martes y Trece”, se merece un espectáculo a lo Joan Rivers, donde cuente su
vida sin dejar títere con cabeza. Y nosotros nos merecemos que ella y la
Cantudo hagan un remake de “Qué fue de Baby Jane”, que su enemistad es tan
antológica como la que hubo entre la Crawford y la Davis. Como mínimo.