PUBLICADO EL MARTES 29 DE SEPTIEMBRE EN LA VERDAD
Tengo miedo al avión. También tengo
miedo al barco, y como ya sé lo que debo hacer pa cruzar el charco, ni me
planteo salir fuera del espacio Schengen. Y, mi santo, menos todavía. Pero no
porque le de canguele volar, sino porque le tiene aprensión a la policía
norteamericana: que si seguro que pita al pasar bajo el arco del JFK, que si a
él no le mete un negro de dos metros en un cuarto sin ventanas y que si no me
acuerdo de lo de Antonio Canales. Pues de los ríos de Europa me habré olvidado,
pero de lo de Canales no: diecisiete horas encerrado en un sótano del
aeropuerto. “Fue la humillación más grande de mi vida”, declaró. Cierto es que
eso lo dijo antes de que lo fotografiaran practicando sexo oral en una playa. Y
así todo.
Finalmente, y como vivimos donde Cristo
perdió el porro, que diría Melendi, tuvimos que coger un avión para ir al norte
de España, o de lo que queda de ella, y otro para volver. Al menos, en teoría:
no pudimos regresar el día previsto por causas ajenas a nuestra voluntad (y,
según la compañía aérea, también ajenas a la suya, válgame el Señor), y pasamos
la noche en tierra junto a un grupo de desconocidos. Cenamos en una mesa redonda,
pero ni yo soy Dorothy Parker ni aquello era el círculo del hotel Algonquin: dos
abuelas de Bilbao que se metieron un entrecot más grande que el Guggenheim
entre pecho (caído) y espalda, unos recién casados de Murcia con la misma cara
de aburrimiento que un viejo matrimonio y un grupo de empresarios valencianos de
camisa reventona y anabolizantes locos, de los que no prueban la ensalada de
pasta porque ellos sólo toman proteína por la noche. En total, diez blanquitos.
Diez desconocidos cenando juntos, como en una novela de Agatha Christie. Diez extraños,
cada uno de su padre, de su madre, de su tierra y de su lengua, charlando civilizadamente
y compartiendo cansancio, mesa y mantel. De fondo, se oían los resultados de las
elecciones catalanas, ese guirigay que no ha sido posible reconducir porque las
partes no han sido capaces de sentarse a hablar con la misma educación que diez
desconocidos. Será por eso por lo que los ciudadanos siguen estando por encima de
sus políticos. Menos de Iceta, claro. El tío baila mejor que yo.
La ilustración de la Algonquin Road Table es cortesía de @covanechi
No hay comentarios:
Publicar un comentario