miércoles, 20 de febrero de 2019

PALABRAS MÁS, PALABRAS MENOS


PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES 19 DE FEBRERO DE 2019
Hablo a destiempo. Casi siempre. Nunca acierto, ni cuando abro la boca, ni cuando la cierro. Tengo ese don, qué le vamos a hacer; ése, el de abrir botes de cristal dando cuatro golpes en la tapa y el de fijarme invariablemente en el vestido más caro del escaparate. Y así estamos. Y así me va. 
El problema de la vida es que no tiene guion. Ni tampoco ensayos: es una improvisación constante donde, a veces, sólo hay una oportunidad de quedar como una tipa punzante e inteligente, pero la desaprovechas y acabas pareciendo una loca que cruza a lo pavo la delgada línea roja que separa la ironía del borderío: es lo que tiene creerse la heredera natural de Billy Wilder y pensar que tienes la mente llena de cuchillas de afeitar cuando, en realidad, la tienes llena de cuchillos romos de los que regalan con los paquetes de magdalenas. Otras veces, en cambio, pierdes la ocasión porque te has quedado en silencio mirándote la punta de los zapatos, y la contestación adecuada siempre se te revela cuando el otro ha salido por la puerta, cuando ha terminado la reunión y ya has comenzado a bajar las escaleras. Entonces, mientras te aseguras de que llevas el móvil en el bolsillo y las gafas en el bolso, te viene a la cabeza la frase, la respuesta definitiva, el gancho de derecha que hubiera dejado a tu interlocutor noqueado, tocado y hundido. Pero ya es demasiado tarde. Deberíamos de tener la posibilidad de contestar con carácter retroactivo. 
Al final, sólo hay dos tipos de palabras: las que dices y las que no, las que se te quedan atascadas en la garganta o las que escupes como pepitas de sandía. Y de todas, de las dichas y de las silenciadas, me suelo arrepentir. Por el contrario, oigo hablar a algunos tertulianos y políticos, y me reconcilio con mi lengua inoportuna. Utilizan las palabras sin complejos y sin pudor, y les dan la vuelta como a un calcetín sucio; las inflan, las despojan de su auténtico contenido y las convierten en armas arrojadizas; las usan para amedrentar, o para cargarse de razones, o para erigirse en salvadores de la patria. Lo triste es que ellos sí que tienen guion, pero parece que se lo haya escrito un mono borracho. Y eso que todavía no estamos en campaña. La que nos espera.  

miércoles, 13 de febrero de 2019

SAN VALENTÍN

PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES 12 DE FEBRERO DE 2019

Cuando era una chiquilla, mis compañeras y yo llegábamos el 15 de febrero a clase tarareando "Hoy es el día de los enamorados": todas habíamos visto la película en la tele la tarde anterior, y a todas se nos había quedado grabada la canción. Con nuestros uniformes, las calcetas enrolladas a media pierna y el pelo recogido en una coleta, éramos tan ingenuas que creíamos que los problemas de pareja se reducían a que Conchita Velasco se mosqueara con su novio porque iba mucho al fútbol, tan inocentes que nuestra idea del amor culminaba con un fundido a negro después del beso final, tan idiotas que pensábamos que San Valentín era un señor con sombrero. Después, cuando empecé a salir con chicos y a pintarme la raya del ojo en el ascensor de casa de M. porque nuestros padres aún no nos dejaban maquillarnos, recibir un regalo el Día de los Enamorados era la señal inequívoca de que sí, de que le gustabas. Hasta que llegó un día en el que ya no necesitamos esa señal porque había otras aún más inequívocas, como que te metiera la lengua hasta el corvejón. En ese momento, dejé de celebrar San Valentín. Y así seguimos.

Pero San Valentín se empeña en perseguirme: me llegan escapadas románticas, cenas para dos, hoteles con encanto, memes con corazones, playlists para enamorados. Y hasta un sorteo de un succionador de clítoris, que no sé ni lo que es. Tampoco sé ya lo que es vivir dentro de una canción de amor o de un ramo de rosas rojas. La poesía cursi de San Valentín se ha convertido en prosa cotidiana: en encontrarme una botella de leche fría por la mañana y unos pies calientes por la noche, en saber cuándo no hay que dirigirme la palabra y en escucharme cuando tengo ganas de hablar, en mentirme diciéndome que me queda bien un vestido imposible o en que sigo teniendo la misma cara de cría que hace treinta años, en recibir un mensaje deseándome suerte con la reunión y otro preguntándome qué tal ha ido todo. No es romántico, vale. Pero es mejor. Casi tanto como el "Dilema de amor", la cumbia epistemológica de Les Luthiers: "¡Qué bonito mi amor!, / hacer cada día / juntitos los dos / ¡la Espistemología!". Eso sí que es una canción de amor, y no las de Pablo Alborán. 



miércoles, 6 de febrero de 2019

FRACASOS COTIDIANOS

PUBLICADO EN LA VERDAD EL 5 DE FEBRERO DE 2019

Creo que he vuelto a batir todos los récords: a estas bajuras del año, que estamos todavía a principios de febrero, ya he incumplido mis propósitos para 2019. Propósitos asequibles y al alcance de cualquiera con un mínimo de fuerza de voluntad, también es verdad, que servidora no se ha propuesto ni escalar el Aconcagua en chanclas ni ganar Miss Islas Menores, tan solo hacer un poco de dieta, algo de ejercicio y un par de cosas más que no vienen al caso. El matiz es que, este año, he fracasado preventivamente porque ni lo he intentado. Una decepción que me ahorro. 

Lo peor es que no tengo a quién echarle la culpa. Culpar a otros (al cambio climático, al karma, a la profesora que te humilló en tercero de EGB, al café aguado, a los malos resultados en Eurovisión o a la herencia recibida) es jugar con ventaja: conozco a tipos que se pasan la vida diciendo que no triunfan porque son víctimas inocentes de una confabulación, como si la gente a la que le va bien no tuviera otra cosa que hacer que conspirar contra los mediocres; échales a ellos la culpa de lo que pasa, échale la culpa al boogie. Pero cuando sabes que tu enemigo eres tú, también sabes que vas a perder en la lucha contra tu propia desidia, y que van a volver a ganar tu tendencia natural a la procrastinación, tu gusto por comerte un bocadillo de lomo empanado en lugar de mordisquear un tallo de apio, tu afición por contemplar las vidas ajenas en vez de vivir la propia. Lo malo es que ese fracaso ni siquiera tiene la estética romántica del perdedor: un tío acodado en la barra de un bar con la corbata en el bolsillo, el whisky en la mano y el vacío en los ojos, goza de cierto atractivo entre poetas autodestructivos, cineastas noveles y mujeres redentoras, pero una pre menopáusica tirada en el sofá con una manta es tan arrebatador como pisar descalza una alfombra de cristales rotos. Lo bueno es que mi fracaso es mucho mejor que el del tío del bar: el mío es rotundo y definitivo, categórico, sin solución; es un fracaso redondo. Ahora sólo me queda asumir mi éxito fracasando y pedirle a Falete que me deje una túnica para las tres bodas que tengo esta primavera. Y que le den al apio.