miércoles, 27 de junio de 2018

LA PISCINA

PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES 26 DE JUNIO DE 2018
Cuenta La Chunga que ella siempre quiso tener una piscina. Y yo. Y cualquiera. Hasta Pablo Iglesias. Tener una piscina ha sido un sueño compartido y aspiracional: cuando no la tienes, te imaginas haciendo fiestas a su alrededor, bebiendo mojitos tumbado sobre una colchoneta, viviendo dentro de un cuadro de David Hockney. Incluso sueñas con que, un día, pueda aparecer Burt Lancaster en bañador, como en "El nadador", una película en la que el protagonista recorre una zona residencial de Connecticut cruzándola de piscina en piscina hasta llegar a su casa. Basada en un relato amargo como la tuera de John Cheever y convertida en película de culto, la vi cuando era una cría y no entendí ni la mitad, pero sí recuerdo que me dejó un regusto a desasosiego en la boca y un gusto por Burt Lancaster en el cuerpo. Años después, en 2013, Fermín Jiménez cruzó el país trazando una línea recta de piscinas que iba de Tarifa a Pamplona: si antes una ardilla podía cruzar España de árbol en árbol sin tocar el suelo, ahora un artista multidisciplinar puede cruzarla de piscina en piscina. La modernidad era esto. 
Los candidatos a presidir el PP también están recorriendo España, pero no de piscina en piscina, sino de sede en sede. Sáenz de Santamaría estuvo en Murcia el domingo, Cospedal el lunes. Veo a Santamaría (SoraYA!) sudando y abanicándose con tanto brío como un murciélago loco batiendo sus alas; pobre. Salir de un entorno controlado al espacio exterior es lo que tiene, que pasas del aire acondicionado y la moqueta mullida al calor infernal y al asfalto recalentado. Podrían hacer los encuentros con los militantes alrededor de una piscina: no sólo estarían más fresquitos sino que, a lo mejor, así también se verían las diferencias entre los candidatos peperos: con el pelo mojado como lamido por una vaca, sin un mala tela que te tape las vergüenzas y desprovisto de cualquier armamento que te proteja de las miradas ajenas, uno se convierte en vulnerable al mostrarse tal cual es, que ponerse en bañador delante de los demás es peor que psicoanalizarse en público. Pero hay que tener mucha confianza (en una misma y en la bondad de los extraños) para dejarse ver de esa guisa. Por eso, servidora se baña sola en la piscina. Por eso y porque para ver focas, ya está el Terra Natura. 


"A BIGGER SPLASH", de David Hockney. 1967

miércoles, 20 de junio de 2018

MUNDIAL

PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES 19 DE JUNIO DE 2018
Esto ya no es lo que era. El Mundial, digo. Nada que ver, ni por asomo. Ya no hay discusiones en casa porque el heteropatriarcado futbolero quiera ver un Perú-Dinamarca un sábado por la mañana, que la minoría oprimida se prepara unas tostadas con tomate, se coge la tablet para ver una serie y aquí paz y después gloria. Tampoco hay alegrías compartidas con el barrio, ni decepciones vividas en comunidad: desde que cerramos las ventanas y ponemos el aire acondicionado, junio ha dejado de ser un patio de vecinos donde se mezclaban los goles con los olores para convertirse en un mes de módulos estancos. Y, este año, ni siquiera nos asombran los peinados de los jugadores: lo de Neymar al lado del sobaco que se hizo Ronaldo en la cabeza en el 2002 es una cosa de primero de Marco Aldany. Lo hemos visto casi todo, ya.
Lo único bueno de este mundial son los insultos de los argentinos hacia su selección. A partir del "cementerio de canelones" que le soltaron a Higuaín y que inauguró un nuevo movimiento literario, los argentinos han hecho unas filigranas lingüísticas que ni Borges puesto de anís: a Messi lo llaman "tatuaje de cromos de Bollycao"; la calva de Sampaoli es un "tobogán de piojos", una "cabeza de rodilla" o un "flequillo de carne", y el fiasco frente a la selección islandesa se ha resumido en "nos han empatado once tíos que sólo comen Licor del Polo". Los argentinos ofenden con el mismo fervor con el que viven el fútbol,demostrando que siguen siendo políticamente incorrectos, verborreicos, exagerados, superlativos y faltones. Para los argentinos, más es poco. Benditos sean. Ellos y los coreanos: el entrenador de la selección de Corea del Sur cambió deliberadamente los números en las camisetas de sus jugadores en los partidos amistosos para confundir a sus rivales porque los occidentales no distinguen a los asiáticos. Cierto: para la mayoría de nosotros, es lo mismo un chino que un coreano que un japonés que un vietnamita. O Albert Rivera que Pablo Casado. Mientras, Rajoy se ha largado justo a tiempo para comprarse un plasma y ver el mundial tranquilo en su casa. "El tipo puede cambiar de cara, de casa, de familia, de novia, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar: no puede cambiar de pasión”, decía uno de los personajes de "El secreto de sus ojos".  Pues eso. 

miércoles, 13 de junio de 2018

ESCÉPTICOS ILUSIONADOS

PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES 12 DE JUNIO DE 2018
El nuevo gobierno es el triunfo del rosapalismo. O mejor, del anarosapalismo, concepto que apunta P. en Facebook y remata alguien en Twitter: "Ojalá Màxim Huerta prometiendo el cargo sobre un ejemplar de la revista AR", leo. Pues eso, que al fin un ministro pop, que mezcla la alta con la baja cultura y las altas con las bajas pasiones, que sabe tanto de Belén Esteban como de la "Madonna del Magnificat" de Botticelli, que te puede recitar de memoria los ganadores de Gran Hermano y la filmografía de Billy Wilder, que lo mismo te canta por Raffaella Carrà que se queda extasiado con el preludio de "Tristán e Isolda", que tiene sobre la mesita de café el ¡HOLA! junto al último libro de Manuel Vilas. Un ministro tutti frutti, que pone de los nervios a los autoerigidos guardianes de la cultura. Y un ministro tuitero e instagramer: si hace años decía Lydia Lozano que nadie resistiría que le hicieran una cámara oculta, hoy nadie resiste un repaso a sus tuits anteriores, que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus tuits. O de sus fotos en Instagram. Pero si todos nos pusiéramos a tuitear pensando en que algún día podríamos llegar a ser ministros, esto se convertiría en un erial.
Por ello, y a pesar del escepticismo endógeno, este gobierno hace hasta ilusión. Ha sido como pasar del blanco y negro al color. Y ha sido tan brutal el cambio que Pedro Sánchez ha dejado de parecer un jefe de planta de caballeros de El Corte Inglés para convertirse en el mismísimo Don Draper, así, de golpe y en un giro inesperado de los acontecimientos. Y todo por montar un buen escaparate primavera-verano: ha diseñado un gobierno que ha dejado con el culo torcido a más de un agorero, un gobierno que es puritita fantasía y que parece un crossover entre "Portlandia" y "Borgen", con nombres tan molones como el Ministerio para la Transición Ecológica y ministros tan pintones como Pedro Duque. Ahora sólo queda que esta ilusión contagiosa no se desvanezca antes de tiempo a causa de las luchas parlamentarias, las guerras intestinas y la cruda realidad: afirma Pedro Duque que “Mi carencia es cómo hablar con las fuerzas políticas, cómo desentrañar su manera de pensar que no la entiendo, de momento”. Ni nosotros tampoco. A ver si él, que es ingeniero aeroespacial, puede.  


miércoles, 6 de junio de 2018

EL BAR

PUBLICADO EL MARTES 5 DE JUNIO EN LA VERDAD
Tener un bar de referencia es importante. Tanto como tener un periódico de cabecera, un médico de confianza o una buena sartén para hacer tortillas. Un bar en el que entras por la puerta y el camarero ya te está marchando el café y las tostadas con tomate mientras te saluda por tu nombre. Un bar donde acodarte en la barra con la misma tranquilidad con la que te desparramas en el sofá de tu casa. Un bar por el que, antes o después, aparecerá uno de los nuestros. Un bar en el que encontrar refugio mientras esperas a que amaine la tormenta. Definitivamente, una tiene espíritu de cliente habitual.
Que Rajoy se pasara la tarde de la moción de censura metido en uno de sus restaurantes favoritos es normal: era su última comida como presidente, así que estiró la sobremesa todo lo que pudo, que entró de día y salió de noche. Porque liarse es fácil: pon otra ronda de chupitos, y ya que estamos nos tomamos aquí las copas, que para qué vamos a ir a otro sitio, y sácate unas almendras y algo de picar, jefe, que mira que hora se nos ha hecho, y así nos vamos cenaos. Rajoy sabe que no hay como el calor del amor en un bar, y por eso se quedó allí, recibiendo el cariño de sus colegas y de los camareros, lamentándose por los paraísos perdidos. Rajoy sabe que en un bar no te puede pasar nada malo, y por eso se quedó allí, protegido, a salvo, tranquilo, aislado del espacio exterior, de vuelta al útero materno con el vino como líquido amniótico. Pero la verdad estaba ahí fuera, esperándole en forma de señor con pinta de cenar quinoa con brócoli y de ir a bares modernitos, asépticos, blancos, de esos que parecen un quirófano y donde lo mismo te sirven un batido detox que un capuccino con leche de soja que una cerveza artesanal que un gin tonic con cosas. Rajoy no pudo escapar de su destino, como tampoco pudo escapar de un resacón de primera después de pasarse el día anterior trasegando güisquitos. Yo hacía lo mismo durante la carrera cuando sabía que no tenía posibilidades con una asignatura: me saltaba la clase y me iba al bar de la facultad a tomar cañas y a hacer clavelitos con servilletas de papel. Y tampoco pude escapar de que me suspendieran.