Masculino singular
A mi amiga T. le pone Pérez-Reverte: “¡Ay, nena, el Arturito”,
me dice con la cara traspuesta cuando sale su nombre a relucir. Le gusta su
porte, su cabecica de cerilla, su camisa de cuello abotonado, su mirada de
haber visto cosas que nadie debería de haber visto. También le gustan sus
libros, que ella es groupie lectora. “Es que Pérez-Reverte es un tío”, remata.
Un tío. Masculino singular.
No me extraña que a T. le ponga Pérez-Reverte. De hecho,
Pérez-Reverte pone a mucha gente: a unos los pone brutos y, a otros, de los
nervios. Lo admiran por lo mismo que lo critican: Reverte es galante, franco, liberal,
valiente y gallardo / Reverte es machista, malhablado, facha, bravucón y chulo.
La delgada línea roja entre los calificativos y los descalificativos; la que él
mismo ha cruzado tantas veces.
Reverte, siendo un pipiolo, se inició como
tribulete en la delegación de La Verdad en Cartagena. Allí, José Monerri,
maestro de periodistas y más listo que los ratones coloraos, le dio la lección
de su vida cuando lo mandó con dieciséis años a hacerle una entrevista al
alcalde. Al confesar Arturito que le pesaba la responsabilidad y que le daba
miedo cagarla, Monerri lo miró y le dijo “¿Miedo?... Mira, zagal. Cuando lleves
un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti”.
Y Arturito se convirtió en Arturo, y se fue al diario “Pueblo”, donde terminó
de aprender a escribir, a beber y a vivir con un drink team de reporteros que hacían que Walter Burns pareciera una hermana de la caridad, unos hijos de puta “capaces de matar a su madre o prostituir a
su hermana por una exclusiva, sin que les temblara el pulso”, según escribía el
mismo Reverte, “y que a pesar de eso –o tal vez por eso–
eran los mejores periodistas del mundo”.
Tras el cierre de “Pueblo”, Pérez-Reverte comenzó
a trabajar en Televisión Española, donde T. y yo lo veíamos con su chaleco con
bolsillos, sus gaficas redondas y su hoyuelo en la barbilla emitiendo crónicas
desde Líbano, Eritrea, Malvinas, El
Salvador, Nicaragua, Croacia o Bosnia; desde cualquier
lugar donde la vida vale menos aún de lo que te pagan por la crónica. Mirábamos a Reverte y nos acordábamos de Sam Waterston, Mel Gibson o Nick
Nolte, actores guapurris que, interpretando a reporteros aguerridos, habían
contribuido a envolver la figura del corresponsal de guerra en un aura
romántica y peligrosa. También es cierto que si ese papel lo
hubiera interpretado Chiquito de la Calzada en “El asedio de Chiquitistán”, el
romanticismo se nos habría ido por el desagüe. Pero como no fue así, nos pasamos
la adolescencia soñando con periodistas intrépidos y cronistas aventureros.
Mientras era testigo de la barbarie,
Reverte ya llevaba novelas en la cabeza. Así que se quitó el
chaleco con bolsillos, se deshizo de las gafas, cubrió su hoyuelo con una
espesa barba y el escritor Pérez-Reverte sepultó al reportero Arturo bajo
cientos de libros, convirtiéndose en un bibliófilo impenitente que escribe
rodeado de primeras ediciones, maquetas de barcos y reproducciones de armas;
retrato de escritor con perro a sus pies y chimenea al fondo. Y de sus dedos
salieron un húsar, un maestro de esgrima, un pintor de batallas, una reina del
sur, un francotirador paciente y un capitán, Diego Alatriste. También es verdad
que a éste, desde la película, le pongo la cara de Viggo Mortensen pero la voz
de Constantino Romero, porque si alguna ocasión hubo para defender el doblaje
en el cine español, fue aquella.
Cuando echa de menos la aventura, Reverte
se pone otro chaleco (el salvavidas) y se hace a la mar, esperando alcanzar una
isla poblada por bellas indígenas con coronas de flores en la cabeza, aunque si
navega por aquí lo más probable es que naufrague en la Isla del Barón y le
embista un muflón. Pero, aun estando a más de trescientas millas náuticas de la
costa, al escritor le sigue gustando el conflicto. Y si no lo encuentra, lo
busca: desde su cuenta de Twitter, el territorio comanche del siglo XXI, pega
unos balazos que pa qué; en sus columnas en el “XL Semanal” suelta unos
exabruptos que ponen de los nervios a su madre, y lo mismo hace en los
encuentros digitales con los lectores: suspendió antes de tiempo uno con los lectores de
“El Mundo” por considerar poco inteligente la selección de preguntas. Más chulo
que un ocho. Borderío cartagenero.
Y, entre tiro y tiro, aún tiene tiempo de poner al
personal y a la personala como una motoreta, diciendo que a él le gustan las
mujeres de antes (femenino plural), y no esas pelagatas con tatuajes y
piercings en el ombligo. Pues que no me encuentre por la calle Mayor que, si me
ve, se enamora: esperando el autobús se me sentó al lado un abuelico que, tras
contarme que el tenía una finca muy hermosa y que sus hijos estaban muy bien
colocaos, me preguntó si tenía muchas casas para limpiar ese día. En román paladino:
lo que para mí era un work style divino, para él era lo que se pone una chacha
para ir a fregar. Desde entonces, voy a currar hecha un pincel.
Así que, si me topo con él, intentaré mover mis caderas
como una real hembra para que no me llame “desecho de tienta”. Aunque me
intimide, que a mi me amilana cualquiera con un guión entre los apellidos. Pero
más me intimida un tipo que tiene el alma desvirgada por mil batallas, que es
académico y que, encima, vende más libros que Jorge Javier Vázquez, Belén Esteban
y Rosa Benito juntos, que últimamente el “Sálvame” parece “Apostrophes”. Tanto
me impone que estoy escribiendo este perfil acojonada por si lo lee y me manda
a sus padrinos para retarme a un duelo al amanecer. Y yo soy de levantarme
tarde. Y más, en verano.
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