La máquina de escribir
PUBLICADO EL DOMINGO 9 DE AGOSTO DE 2015 EN LA VERDAD
Mi primera y última
máquina de escribir fue una Olivetti Lettera 32. Me la regalaron mis padres
cuando tenía ocho años. Era verde plomo, portátil, con un maletín a juego. Me
encantaba el ruido de las teclas, el del retorno del carro, el que hacía cuando
llegaba al final de la línea. Aquella máquina pudo haber cambiado mi vida, pero
no lo hizo: nunca escribí una novela, nunca tuve ni la imaginación ni la paciencia
que se requieren para componer 600 páginas, que lo mío son las columnas de usar
y tirar y la biografía de Rosa Benito. En cambio, una Hispano-Olivetti sí le
cambió la vida a Sira Quiroga. Y a María Dueñas, también.
Porque Sira no es la
heroína de esta novela, lo es María, una profesora de Puertollano que vive en
Cartagena, que es doctora en Filología Inglesa, que da clases en la Universidad
de Murcia, que está casada con otro filólogo, que tiene dos hijos y que, en
lugar de quedarse en el sofá por las tardes siguiendo las desventuras de los
pantojos, va y escribe uno de los libros más famosos de los últimos tiempos, el
único que he visto pasar de mano en mano entre las madres del colegio (junto
con “50 sombras de Grey”, que el porno soft nos tiene desatadas). Y es una
heroína porque, para ser novelista, hay que sacrificar ratos libres, vacaciones
y fines de semana; hay que tener voluntad, fuerza y tesón. Y María tiene esas
cualidades, que lleva mucha mili hecha: la mayor de ocho hermanos, preparó la
tesis embarazada y con una niña pequeña en casa, y le tocó leerla en el noveno
de mes de gestación. A partir de ahí, vinieron años de biberones, niños y clases
en la universidad. Dueñas, que se define como una curranta (“pico y pala, pico
y pala”), se ha pasado toda la vida tirando del carro. Así que, después de tanto
lío, escribir una novela le pareció un paseo.
Pero, sobre todo,
María Dueñas es una heroína porque a sus 50 años se pone unos vaqueros que le
quedan clavaos: lo digo yo, que la he visto comprar en la sección de frutas y
verduras de El Corte Inglés con un pintón estupendo; alta y delgada en su
serena y espléndida madurez, que diría un redactor de ¡HOLA! al borde del coma
diabético. No hay derecho a que el Señor la haya bendecido con el don de la
escritura, con el de lucir palmito y, sobre todo, con el de la constancia: Dueñas
afirma que ella se propone un objetivo y trabaja para lograrlo. Cuando lo
consigue, va a por otro. Y me da a mí en la nariz con falta de rinoplastia que
Dueñas aplica esa máxima a todas las facetas de su vida: a la docente, a la
familiar, a la literaria y a la corporal, que la escritora sale todas las
mañanas a pasear y, mientras lo hace, reflexiona sobre lo escrito y
planifica su jornada de trabajo (ahí debe de estar el secreto de su éxito, que andar
tonifica las neuronas y los muslos al mismo tiempo). Tras llegar a casa, le da
a la tecla hasta las siete o las ocho. Todo organizado, planificado,
estructurado. Y con mucha documentación previa porque, antes de zambullirse en
la escritura, Dueñas se impregna de los lugares, del ambiente, de los colores, de
la forma de vestir: para documentarse sobre el estilo de la
época que retrata “El tiempo entre costuras”, le pidió ayuda a figurinista
alemana Bina Daigeler, que luego se encargaría de la
dirección de vestuario de la serie. Lo único que le reprocho es que tanto lujerío
estilístico haya propiciado la vuelta del turbante, ese complemento que sólo le
queda bien a la Jequesa de Qatar y a Farah Diba; las demás, queramos o no,
parecemos unas locas con una toalla en la cabeza. Como ponga de moda la
riñonera, no le compro ni un libro más.
Dueñas escribe las
novelas como las buenas modistas hacen vestidos: primero hace el patrón,
después corta e hilvana, y, por último, cose y da los retoques finales. Qué pena
que yo no aprendiera ni a coser un botón, que tuve como profesora de
pretecnología a la monja más mala de todo el urbi y de todo el orbe. Hacíamos ojales,
presillas, vainica y punto de cruz tan acogotadas bajo su mirada aviesa y
feroz, que no había día que no acabáramos con pinchazos en los dedos. Y ahí terminó
mi romance con la costura. Tengo tal trauma que ahora hago los dobladillos con
cinta adhesiva y, si me descuido, hasta con grapas.
“Usted viene del prêt-à-porter
y esto es haute couture”, le decían las modistas de la maison a Raff Simons
cuando preparaba su primera colección para Dior. Para muchos de los consagrados
en la alta costura de la literatura, Dueñas también hace prêt-à-porter (según
ese criterio, lo mío tiene que ser del Rastro Remar), y por eso vende tantos libros
como Amancio Ortega camisetas: las andanzas de Sira Quiroga llevan más de tres
millones de ejemplares vendidos y 46 ediciones. Pero a Dueñas, como a Ortega, eso
no les quita el sueño: “¿Que dicen que
es un libro de consumo? Me da exactamente igual. Estupendo. Que se consuma más,
por favor", le contaba a Luz Sánchez-Mellado, que la escritora pasa
de camarillas de intelectuales y de envidias entre literatos. Entre otras
cosas, porque ella sólo quiere escribir y publicar. Chimpún. Y, además, porque
con lo que ha ganado con las ventas de “El tiempo entre costuras”, “Misión
Olvido” y “La templanza”, le da para comprarse la colección entera de Dior. Pero no
lo ha hecho: sigue con sus vaqueros, sus botas planas y sus jerseys de cuello
barco, que María es de olivica comía, huesecico al suelo. Tanto, que se pidió
una excedencia en la Universidad para poder volver si las cosas de la
literatura no le iban bien. Pero le van de maravilla. Porque María Dueñas es
una máquina de escribir. Y de vender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario