Cada vez hay más mujeres que se van solas de vacaciones. No quieren
aguantar parejas propias o ajenas, ni niños que preguntan “cuándo llegamos” cada
25 segundos, ni pandillas de amigos que acaban peleados porque unos se empeñan
en ir a comer al “Templo del Solomillo” mientras que los otros son crudívoros
perdíos. Las mujeres que viajan en solitario sólo quieren ir a su ritmo. Y no
me extraña: mi santo ha metido el verano en una hoja de cálculo, que quiere
concentrar en quince días todo lo que no hemos hecho durante el año. Que si
viaje al norte. Que si mudanza a la playa. Que si bicicleta mañanera. Que si salida
en barco. Que si comida con los Plómez. Que si ruta andariega por Calblanque. Que
si buceo en Cabo de Palos. Que si cena con los Zapatilla. A punto estoy de echarle
un Lexatín en el mojito, que me lleva muerta matá. Y desde aquí se lo pido,
jefe: no me deje nunca sin las columnas de verano. Es el único momento en el que
puedo descansar.
Sola, solita, me iba yo por ahí. No necesito tanto como Gertrude Bell, que viajaba con una vajilla completa y una bañera, ni tan
poco como Nellie Bly, que en 1889 dio la vuelta al mundo en 72 días con el vestido
que llevaba puesto, un abrigo y un botiquín. A mí que me den un trolley, una
semana en algún hotel perdido de la mano de Dios y todo el tiempo del mundo
para no hacer nada, que tengo una agenda más apretada que la de Rosa Benito
este verano, de tour mundial con su espectáculo “En vivo” por Cazalegas, Fontanarejo
y Membrilla, unos pueblos tan desconocidos que no salían ni en el “Grand Prix”
de Ramón García. Acabáramos.
“Nadie necesita más unas vacaciones que el que
acaba de tenerlas”, decía el talentoso Elbert Hubbard. Y aquí va un caso
verídico de Paco Gandía: mientras escribo esta columna, mi santo se me ha puesto delante con un
papel y un boli para que hablemos de la programación de esta semana. Le voy a
decir a todo que sí y, esta noche, me piro. Hasta la vuelta.
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