El torero filósofo
Mi memoria, más que selectiva, es absurda: no me
acuerdo de nada de lo que estudié en el colegio pero, en cambio, soy capaz de
recordar sin fustes tales como la canción favorita de un amigo al que no veo desde
COU o el titular de una entrevista a Ortega Cano publicada hace treinta años en
“La Luna de Madrid”, aquella revista dirigida por Borja Casani que nos reventaba
la hiel a los modernos de pueblo. “El filósofo del toreo” lo llamaban en el
artículo, supongo que por su aspecto estoico, sus andares morosos y sus frases metafísicas.
Esa fue la primera noticia que tuve sobre Ortega
Cano, que yo mucho ¡HOLA! pero poco Cossío. De hecho, sólo he ido una vez a los
toros, a la Feria de Murcia, donde me dediqué a comer pastelicos de carne y a
gritar ¡Olé! a destiempo, que para mí lo mismo tiene una verónica que una
chicuelina que una media vuelta chuchurría. Ignoranta que es una. Lo que no
sabía entonces es que, años después, escribiría sobre un torero cuya entrada en
la Wikipedia está encabezada por una frase lapidaria: “José María Ortega Cano (Cartagena, 27 de diciembre de 1953) es un torero español actualmente en prisión”.
Tampoco lo sabía Ortega Cano cuando, siendo un niño,
se fue del cartagenero barrio de San Antón a San Sebastián de los Reyes (de
santo a santo, que el maestro era muy devoto). En Madrid comenzó en el mundo
del toreo, tomando la alternativa en Zaragoza en 1974 y confirmándola en Las
Ventas en 1978. En el coso madrileño obtendría sus mayores
triunfos; allí salió cuatro veces por la puerta grande y consiguió el indulto de
Velador, el único toro indultado a lo largo de la historia de Las
Ventas. La carrera de este toreo clásico de formas afectadas estuvo llena triunfos,
pero también de altibajos y cogidas gravísimas: “Las broncas se las
lleva el viento y las cornadas se las queda uno”, decía Rafael El Gallo.
Curiosamente, mientras que su vida profesional
era pública y notoria, no sabíamos nada de su vida personal, que no se le
conocía mujer. Y
él, a lo mejor, tampoco: Mari Carmen, cartagenera novia del torero durante 7 años,
declaró en DEC que no mantuvieron relaciones sexuales porque él decía que
“cuando se comiera la tarta, se la quería comer entera”. Pero, al ennoviarse
con la Jurado, a Ortega le entró el hambre, y todo se volvió pasión coplera y
desgarrada. El día que salió a la luz el romance, el roserío español tuvo un
orgasmo, y el día en el que se anunció la boda, el orgasmo fue múltiple, porque
sabíamos que la cosa iba a dar mucho de sí.
La boda era en Yerbabuena a las doce
del mediodía del 17 de febrero de 1995, pero Rocío no llegó hasta las dos menos
veinte. Normal: se le había hecho tarde intentando decidir entre los cuatro
trajes inenarrables que Carlos Arturo Zapata,
modisto colombiano con nombre de heredero de culebrón, había preparado para
la ocasión. Finalmente, Rocío Jurado apareció goyesca, Ortega, de corto y
Roci-Hito (que dice Maruja Torres), imposible. El enlace fue tan chiripitifláutico
como los novios. Pero mientras los veíamos darse el “Si, quiero”, todos
pensamos lo mismo: mucho arroz pa tan poco pollo.
Casado con la Jurado, Ortega seguía
disfrutando del reconocimiento: con su nombre, en Cartagena bautizaron una
plaza (dos, en realidad, una urbana y otra de toros), un mesón y hasta una
tienda de ropa, “Modas Ortega Cano”, pura contradicción en sí misma. Famosos y
felices, Ortega y Rocío se miraban arrobados; él con las hechuras de un muñeco
de una tarta de novios y la sonrisa congelada, descompasada de los ojos; ella
histriónica y desmedida, empeñada en demostrar que estaba “enamorada de José
hasta las trancas” a base de suspiros, quejíos y pasodobles (“Ortega
Cano en la arena, vaya faena, canela fina”). A veces no sabías
si los estabas viendo a ellos o a Los Morancos.
Ortega empezó a pensar en retirarse de la profesión.
Lo hizo en 1998, con la intención de centrarse en la familia: con el amor
habían llegado los niños, José Fernando y Gloria Camila, y los posados por
Navidad, los vestidos de gala y el crepado festero firmado por Rosa Benito.
Estaban muy a gustito; Ortega, demasiado. Tanto que la imagen del
torero en la boda de su hijastra fue un punto de inflexión en la relación entre
la prensa y los Ortega Jurado. En una trifulca con los fotógrafos, la mítica
dio una de las grandes frases de la historia de nuestro país: “¡Destructores,
ya nunca más vengo al AVE! Así, junto
al “Sois unos desahogaos....¿estáis trabajando? ¡No! Estáis a allanamiento de
las seres humanos de la sensibilidad” de Carmina Ordóñez, y el
“¡No me vas a grabar más!” de Pantoja, se conformaron los tres pilares de la
oratoria folklórica patria.
Tras su retirada, el maestro reapareció en diversas
ocasiones, ya sin contar con el favor del público ni de la crítica. Comenzó su
decadencia profesional, pero aún estaba por llegar la personal, que por muy
trágico que sea el toreo, más lo es la vida: la muerte de Rocío en 2006 dejó a
dos viudos, a José y a Amador y, al año siguiente, Ortega también se quedaría
huérfano al fallecer Doña Juana. La historia de Ortega Cano se convirtió en una
tragedia shakesperiana pasada por un filtro choni: una familia de topos, un
litigio por la herencia, un niño delincuente, una niña cani, una frutera
ambiciosa, un nuevo hijo y un accidente que llevó a un hombre a la tumba y a él
a la cárcel. Y el diestro, que había sido un torero de raza y coraje, no cogió esa
vez el toro por los cuernos, y su figura se fue desdibujando hasta la
caricatura más cruel. Al final, Ortega Cano resultó ser un filósofo
más cínico que estoico. Aunque bastante estoicismo le va a hacer falta para soportar
el talego.
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