lunes, 27 de agosto de 2012

Las invasiones bárbaras
























PUBLICADO EL DOMINGO 26 DE AGOSTO DE 2012 EN LA VERDAD


Vacaciones en Galicia. Galicia, bendita tierra. Temperaturas suaves, lluvias dulces, verdes infinitos. Me la traigo en el corazón, pero sobre todo en las caderas, que los vaqueros no me cierran ni con Hulk haciendo palanca. Así que no vayan por allí, que no queda nada, que nos lo hemos comido y bebido todo y, lo que no, nos lo hemos traído: 1.069 Km. transportando empanadas, quesos de tetilla, chorizos y unto mientras atravesábamos España a 40 grados, que pa qué nos vamos a traer de souvenir un imán de la Catedral de Santiago, si eso no se come. Mi coche todavía huele a “Ô de Lacôn”.

Lo nuestro no han sido un viaje familiar, ha sido una invasión en toda regla: veinticuatro parientes cartageneros juntos por Galicia que van a reunirse con otros  diecinueve gallegos. Ya saben: donde caben dos, caben cuarenta y tres. O la familia y unos cuantos más, que sólo faltaba Pepe Isbert gritando “¡Chencho!, ¡Chencho!” por la Plaza del Obradoiro. Nosotros no llegábamos a un pueblo, nosotros lo tomábamos. Y claro, mucho más cómodo invadir en microbús, dónde va usted a parar, pero poco serio, que los gallegos se pensaban que aquello era una despedida de soltera: me pasé todo el viaje esperando un striptease del conductor. Eso sí, la jugada nos ha salido redonda, porque estos días de convivencia microbusiana, de Nochebuena perpetua, en los que cuñados, nueras, yernos, suegra, hijos, nietos y bisnietos convivíamos en tan reducido espacio y el peligro acechaba tras cada comentario, han inspirado a Vasile para crear un nuevo reality y nos ha comprado la idea original: “Terror en el microbús”, se llama el invento. Creo que ya está negociando con la familia Pajares.

Volvemos de Galicia ennecorados, centóllicos y risueños. Con amistades recuperadas y primos nuevos. Con dos agujeros más en el cinturón y unto para hacer caldo durante los próximos treinta inviernos. Y con una suegra feliz de haber vuelto a su tierra y a sus raíces. Y a los percebes, que se echó al bolso un plat… ¡Ay! Me han dado una colleja.

lunes, 20 de agosto de 2012

Desconexión


PUBLICADO EL DOMINGO 19 DE AGOSTO DE 2012 EN LA VERDAD

C. se operó de la vista hace años para poder ver bien a las payicas en el agua. C. estaba harto: era quitarse las gafas para darse un chapuzón y oír “¡Tío, jamba a las seis!”, pero C. se volvía y sólo veía un bulto que lo mismo podía ser Scarlett Johansson que Carmen de Mairena. A C. tuvieron que operarle dos veces: la primera para corregirle la miopía, la segunda para sacarle una teta del ojo derecho. Pero ahora C. se pone con el móvil en la playa y le da igual que pase por su lado una buenorra o que a su crío lo ataque un kraken: no despega los ojos operados de la pantalla.

C. no es el único: “Me largo unos días, que necesito desconectar”, digo. Y meto en la maleta el iPhone, el iPad, el pincho de Vodafone y el portátil, que parece el set de telecomunicaciones de la Srta. Pepis. Y me voy al Himalaya a meditar y a reencontrarme con la Madre Naturaleza, y si no tengo conexión para tuitear una foto subida a un yak me cago en la Madre Naturaleza y en la que parió a los sherpas. Todavía no me explico cómo podíamos cruzar España (¡o el extranjero, mon Dieu!) sin móvil, sin navegador, perdidos en medio de ninguna parte con un plano desplegado sobre el salpicadero, y yo “Vamos a preguntarle a alguien”, y él “Que no, que sé donde estoy”, con esa afición que tienen los hombres a perderse y a no preguntar. Sin facebookear cada piedra que vemos, que parece que estamos en plantilla del National Geographic. Sin fotografiar mariscadas, síntoma de que uno no come suficiente centollo a lo largo del año. Sin estar viendo Santo Domingo de Silos mientras llegan correos de Peláez, que dónde está el informe, chata, que no lo encuentro.

Así que el año que viene me marco un viaje vintage y me dejo el móvil encima del poyo hornilla. Lo haré por prescripción facultativa: me lo ha recetado el oculista después de sacarme un tuit del ojo izquierdo.

Ocho


PUBLICADO EL 12 DE AGOSTO DE 2012 EN LA VERDAD

P. cumple 8 años. Flaco y vivaracho, está morenísimo porque se pasa el día en la playa (“Parece un tiznajo”, dice su padre), y huele a sol y a sal. P. es contestón, cariñoso y alegre; le gustan Jake y Finn, los huevos fritos con patatas, Gerónimo Stilton, el fútbol y la Nintendo, y mira a su alrededor con unos ojos oscuros, enormes, curiosos, que se le achinan cuando se ríe a carcajadas. Y con su risa, todo lo cura:
los enfados, la tristeza, el cansancio, el agobio. Por eso la he guardado en un tupper. Sí, tengo una nevera llena de momentos que he ido congelando desde que nació, una provisión de instantes pequeños (lengua de trapo, caricias mañaneras, abrazos chillaos) que iré sacando conforme P. vaya cumpliendo años, un suministro que nos permitirá enfrentarnos a todo lo que está por venir, con el que podremos superar las discusiones por las notas, por las amistades, por las horas de llegada, por lo que aún ni siquiera puedo ni quiero imaginar, con el que tejeremos una red de seguridad que nos recoja cuando el futuro sea presente.

Así, cuando P. llegue dos horas tarde apestando a cerveza y su padre y yo nos pongamos hechos unas fieras, meteré en el microondas una ración de “Primeros pasos”, y saldrán del tupper todo el orgullo y la felicidad que experimentamos cuando empezó a andar, y borrarán de un plumazo la ira y la decepción. Con los suspensos descongelaré una porción de “P. pregunta sin parar”, y la curiosidad que tiene hoy sustituirá a la desgana y a la apatía que, a lo mejor, tiene mañana. Y en los momentos en los que se sienta solo y perdido, o en los que le rompan el corazón (porque se lo romperán), un par de cacharros de “Cosquillas a mogollón” harán que recupere la alegría. Lo sé, es absurdo pretender arreglar la vida a golpe de congelador, pero P. tiene 8 años, y a los 8 años todo, aún, es posible. Feliz cumpleaños, Pedro.

Rosas en el mar


PUBLICADO EL DOMINGO 5 DE AGOSTO DE 2012 EN LA VERDAD

Ya está. Se acabó. Estoy hasta la peineta. En vez de encontrar rosas en el mar, sólo encuentro medusas. Si antes una ardilla podía recorrer la península saltando de un árbol a otro, ahora un veraneante puede cruzar el
Mar Menor saltando de medusa en medusa sin tocar el agua, que ya no sé si esto es una prueba de “Humor amarillo” o un milagro de “La vida de Brian”. Y ya me puede jurar Carme Ruscalleda por La Moreneta que tienen un sabor entre ostra y percebe, que a mí las únicas medusas que me gustan son las que dibuja Puebla.

Así que me despido a lo Carrá: adiós amigo, goodbye my friend. Mando a las medusas a tomar Fanta y me piro al norte con mi familia. Con TODA mi familia. Sí, la alternativa es tremenda, lo sé: susto o muerte. Y todo porque, como dice el amigo Pajarín, bebemos por encima de nuestras posibilidades. Y yo bebo tan por encima de las mías que, en la última comida familiar, se me ocurrió soltar un “¡Vámonos juntos de viaje el verano próximo!”. Y todo el mundo se apuntó. Y el verano ya llegó. Estos desastres no ocurrirían si la Guardia Civil pusiera controles de alcoholemia en las fiestas familiares y te tapara la boca con cinta americana si te pasas con el tinto, que cuando bebo me da por la exaltación de la amistad en vez de caerme por unas escaleras a lo Sue Ellen, que es lo que haría cualquier borracha decente. Pero como soy una mujer de palabra, me voy con mi familia, la mejor de las sonrisas y una caja de Orfidal, aunque me da en la nariz que los puñeteros celentéreos, urticantes y venenosos, van a estar ahí cuando vuelva, y que este año nos van a jorobar el verano, el otoño y todas las estaciones. Hay ya más medusas que en un episodio de Bob Esponja, y a mí se me está poniendo cara de Calamardo. Pero en septiembre volveremos. Y seguiremos buscando rosas en el mar.